martes, 29 de enero de 2008

florida

Llegó por error o casualidad a aquella calle enteramente atestada de turistas e imbeciles que llevaba el nombre de una península norteamericana acaso tan comercial y cosmopolita. La peatonal lo afecto por triple partida: por un lado, le contagio ese trote social acelerado e incoherente de las calles urbanas donde sobran los seres humanos y siempre faltan el espacio y el tiempo. También le infundió un odio hacia si mismo por haber terminado allí (quizás se perdió al doblar equivocadamente en Piedras o en Belgrano, no lo sabía) y un rebrote de misantropía por el descontento que le daba tener que moverse alrededor de tanta gente. Así y todo, decidió que los más prudente era continuar su camino por Florida hacía Corrientes. Allí, pensó, se sentiría mejor ubicado para llegar hasta Correo Central donde algún micro de la línea 159 lo llevaría hasta su solitaria casa quilmeña, donde podría librarse de todo aquellos repartidores de panfletos, vendedores de celulares y pulseritas de macramé para perderse en algún disco de su colección de Jazz.

Mientras caminaba, ya casi a la altura de Adolfo Alsina según un cartel que a él le indicaba poco y nada pensó que caminar por estas calles era como moverse con algo de histeria por el dial de una radio. Una disqueria atraía a los pasajeros con una canción que no pudo dejar de juzgar estúpida, un joven humilde intentaba con su guitarra una zamba que reconoció de inmediato y lo llevo a sus años de la infancia, otra disqueria buscaba seducir a los turistas con algún tango moderno, un grupo de jóvenes y no tanto intentaba una versión algo torpe de "Adiós Nonino". Se detuvo allí y los escucho por algunos segundos: la ejecución era definitivamente torpe pero un tango como aquel parecía un oasis en medio del desierto urbano e hiperpoblado en el que estaba. Siguió camino impulsado por el irrenunciable trote que le había infundido aquella calle y por la sensación que ya se haría tarde y que cuanto antes llegase a Correo Central más pronto estaría en su casa envuelto en una taza de té y en el sonido travieso e inquieto de la trompeta de Miles Davis.

Luego de cruzar Avenida de Mayo y casi perderse en la diagonal Saenz Peña, por algún motivo extraño y contrario a lo que esperaba, buena parte de los repartidores de panfletos y papeles, de los vendedores de celulares y pulseritas de macramé desaparecieron de golpe lo que lo infundió una vaga y tibia felicidad. Los seres humanos que permanecían en la calle podían reconocerse ahora individualmente y no como parte de una masa enorme de idiotas que lo había agobiado tanto un par de minutos atrás. Comenzó, más para entretenerse que por interés, a observarlos y imaginar sus vidas, sus historias, el tipo de infancia que habrían tenido, la música que escucharían al llegar a sus casas, sus aventuras de la adolescencia, sus amantes y sus mujeres. Primero se detuvo en un vendedor de relojes truchos que parecía, por sus rasgos y su forma de hablar, de origen brazileño. Este lo vio enseguida y se acerco a ofrecerle relojes de todo tipo y color. Inmediatamente negó cualquier interés con la cabeza y siguió camino pensando en como habría ido a parar ese hombre desde alguna ciudad brazileña a la calle Florida. Lo imaginó jugando al fútbol en su pueblo natal, caminando hacia su humilde escuela y pronto lo perdió en sus pensamientos. Recién había cruzado la calle J. D. Perón (según indicaba un cartel) cuando vio una pareja de jóvenes abrazados a su derecha. Uno de ellos se le acercó y le tendió un papel, pensó que sería alguna publicidad pero antes de arrugarla y guardársela en el bolsillo pudo entrever unos versos de Rubén Darío. Leyó el poema completo y pensó que serían un par de jóvenes, acaso enamorados, que creían (como él había creído en algún momento) que la poesía, que el arte podría cambiar algo, podría deshacer esa masa moustrosa y agobiante e incluso darle vida a aquella ciudad muerta. Pobres, pensó, intentan regar el desierto con gotas de agua.

Casi a mitad de cuada detuvo su mirada en cinco hombres robustos vestidos de traje y cortaba que le resultaron peculiares. Caminaban juntos y murmuraban. Al principio, la imagen le resultó graciosa pero luego se dejó llevar por una idea casi ridícula: imaginaba que estos hombres conformaban una especie de banda criminal que intencional o no terminaría acabando con su vida. Su imaginación solía llevarlo al terreno policial quizás influenciado por algunas lecturas vagas de su adolescencia. Incluso por aquellos años había intentado en repetidas ocasiones poner en palabras esos juegos de su imaginación y escribir algún cuento policial aunque había descubierto con cierta tristeza que sus cuentos no eran más que un plagio mejor o peor disimulado de los cuentos que leía. Continuo imaginándose con una sonrisa que el señor del medio - los hombres, caminaban en su misma dirección aunque un poco alejados así que podía observarlos con detalle- debía ser el líder de la banda criminal. Los otros cuatro integrantes lo observaban con admiración y envidia, y le hablaban al oido. Con cierta inocencia figuro que le decían " Ya arregle el auto con Gomez, dice que a las siete está donde arreglamos", " Acabo de hablar con Ferro, dice que está todo como esperábamos", " Me confirmó el chino que esta viniendo, que lo esperemos en Sarmiento". Se entretuvo con la idea de morir en un tiroteo, quizás cuando estos intentaran robar algún banco y el guardia de seguridad les dispárese causando la reacción de los criminales o ante el intento de estos de tomar a mano armada algún negocio o de secuestrar a algún empresario que anduviese por allí. Pero pronto llegó a Corrientes y con cierta tristeza doblo hacía su derecha camino a correo central.

Las cuatro cuadras hacía la parada de micro se acabaron pronto y aunque busco a los criminales en las veredas, en los interiores de los bancos de aquellas calles y en los pocos edificios que le resultaron importantes no logró saber de ellos. Con decepción comprendió que el crimen no existía que los cinco hombres quizás ni siquiera se conocían y que llegaría sano y salvo a su casa quilmeña a arroparse como de costumbre en su tazas de té y sus discos de Jazz. El micro de la línea 159 no tardó en llegar y con cierta fortuna pudo conseguir un lugar donde sentarse. Cansado, sacó el libro que llevaba en su mochila, lo abrió en una página al azar y comenzó a leer. Pensó que luego de un par de hojas se quedaría dormido y, como era costumbre, despertaría ya cerca de su casa. Leyó: En el Hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que un café en la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente. Pronto la lectura y él acabaron juntos mientras escuchaba con los ojos cerrados, acaso en su imaginación la voz de uno de los hombres que decía a su celular: "Sí, jefe, ya esta".

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sentíte orgulloso: es la primera vez que firmo un blog.
Me gustan mucho todos los textos que tenés publicados, aunque éste cuento creo que es uno de mis favoritos.
Seguí escribiendo Juan que te sale excelente :)
Y sabes qué? Pienso que alguien más debería leerlos, alguien en particular, y se sentiría muy orgullosa de vos (tanto y más que yo)