sábado, 16 de febrero de 2008

la decisión

“Ojalà (...) ya no tenga que volver a la Tierra

La repetición – Fabian Casas

Lo decidió aquella noche mientras, como de costumbre, tomaba un vaso de whisky (sí, eso hacia todas las noches) antes de acostarse en la cama. Mañana terminaría todo. Estaba decidido: terminarían las risas de quienes no lo tomaban en serio cuando hablaba de la muerte, terminarían los días de silencio y de soledad, se acabarían las vueltas absurdas por su departamento, se acabaría la patética compañía de su gato y sobre todo, se acabaría él.

Invirtió las horas de insomnio que, a pesar del whisky, lo atormentaban a diario en pensar como lograría su propósito. Se dijo a si mismo que no quería una muerte romántica y heroica como había soñado de joven. Los años y la decepción lo habían alejado de sus sueños de juventud al punto de odiar todo lo que alguna vez se le había pasado por la cabeza: odiaba las revoluciones, odiaba los poemas, las canciones estúpidas, las ideas utópicas, la fascinación por lo extraño, el desorden, el teatro y todas esas ideas de adolescentes (no encontré mucho más aquí). Tampoco, se dijo, debería ser una muerte solitaria que dejara en evidencia lo aburrido y patético de sus últimos años de vida. Entre esos dos extremos se debatió a lo largo de la noche tratando encontrar una solución que concordará precisamente con sus deseos finales.

Pensó primero en una muerte sangrienta y aterradora y recordó como en los últimos años de su vida había regalado mueble por mueble, libro por libro, centavo por centavo todas sus posiciones para “estar listo para morir”. Recordó las risas de sus hijos ante aquello y aquel “viejo tranquilo si te quedan muchos años” que se negaba a creer honesto. Pensó entonces que algún paralelismo: quizás, herirse la mano dedo por dedo en alguna gran reunión familiar para luego suicidarse públicamente era tal vez la forma adecuada de callarlos. Pronto descartó la idea que se acercaba enormemente a aquella exageración absurda, estúpida y puramente adolescente que tanto detestaba.

Discutió (y uso este verbo porque me aleja de cierta tristeza para los años de soledad quizás no tan próximos en tiempo pero definitivamente inminentes) consigo mismo utilizar las pastillas para dormir y dejar que éstas lo lleven a la muerte en aquel preciso momento. Pensó en salir a comprarlas y en consumirlas inmediatamente para que todo termine pronto aunque consideró que era, quizás, una muerte demasiada solitaria y demostraba una soledad demasiado evidente.

Ideo varias muertes diferentes pero no podía decidirse: cruzaría la vía del tren para que este lo atropellará, saltaría de la ventana de su séptimo piso, se dejaría ahogar por el agua caliente en la bañera. (Sus reflexiones se interrumpieron brevemente por el recuerdo repentino de un cuento que recordaba haber escrito de joven. Había olvidado su contenido pero podía verse con claridad escribiéndolo en su habitación. Pronto recordó que estaba inspirado en una declaración de Cortazar sobre como hacía terapia con sus cuentos. !Que idiotez!, se dijo) Pensó luego que la decisión era ridícula y que debería haber alguna manera de que el azar decidiera como quitarle la vida pero no encontró forma aparente de lograrlo y menos de asegurarse que esto sucediera el día próximo. Debería, se dijo, haber alguna forma de decir “me rindo” y de dejar que alguna fuerza superior acabe con todo sin que la decisión de cómo hacerlo necesitase ser tomada. Recordó que algún escritor norteamericano había dicho algo al respecto pero decidió que no valía la pena hacer esfuerzos por recordar nada relacionado a aquella estúpida perturbación de la juventud que era la literatura

Se imaginó imitando alguna muerte de algún cuento policial pero sospechó que la copia sería demasiado evidente y debelaría una antigua afición por la literatura que deseaba esconder.

Finalmente, como todas las noches, se quedó dormido.

La sección fúnebre del único diario de la zona mencionará el apellido Pappier recién quince años después. Sus familiares lloraron su muerte pero entendieron que era algo natural de un hombre ya muy mayor al que claro está más temprano que tarde le tenía que tocar.

1 comentario:

Unknown dijo...

Hola Juan.

Llegué por casualidad a esta página y me sorprendí mucho al leer el apellido al final del poema.

Te felicito, tenés un gran talento.
Saludos.

Diego Pappier.-