domingo, 17 de febrero de 2008

otro más

Tu voz es el sonido de un látigo,
el vuelo de una bala perdida
que perfora mi cráneo
deshace mis huesos
y los vuelve intangibles,
como tus melodías.
Deshojando todos los ojos
enfrascados en los míos
me deshace de mis otros,
me perfuma de un dolor salvaje
de un dolor inquieto e inestable
que me hace renacer
para volver a ser otra muerte,
otro látigo, otra bala y otra voz.

Lo sè: ya hay otro más dentro de mí.

blanco y con rayas verdes

Más temprano estuvo esperado el micro de la línea 159 en la parada habitual de Correo Central. Apenas llegó miró su reloj para tener consciencia de la espera que nunca era importante y, sobre todo, del horario en el que llegaría a su casa quilmeña, en el que podría acostarse en la agradable soledad de su cama en compañía de alguno de sus discos de jazz para compensar las desagradables idas y vueltas del largo día de trabajo en el Houston Bank. Su viejo reloj de pulsera le indicó que eran las 7:30 y calculo que en menos de una hora estaría en su casa envuelto en una frazada con una modesta sopa y el Ko Ko del pájaro que emitía su viejo reproductor Sony. Los primeros diez, quince, minutos los tolero con naturalidad; ya se había acostumbrado luego de dos largos años trabajando en la sucursal de Av. Cordoba del Houston Bank a esa espera que remediaba siempre con algún que otro libro o con la gratificante tarea de rememorar las discusiones del día con sus colegas del banco y convencerse de que él estaba en lo cierto y que Ferro, Gomez, Basavilbaso y Finochietto no eran más que un puñado de imbeciles incapaces de ver más allá de sus propios cubículos de trabajo.

A eso de las ocho, revisó su reloj asombrado de la impuntualidad de su micro y comenzó a preocuparse: quizás había ocurrido un accidente y el micro de había retrasado, siempre pasan esas cosas en esta ciudad. Tal vez habían cambiado el servicio de un día para el otro sin dar ningún previo aviso. No lo sorprendería para nada: ya varias veces durante estos dos años de viajes lo habían sorprendido con un aumento en el precio del boleto, una reducción de la frecuencia de los viajes y modificaciones de ese tipo. Para remediar la espera y terminar con las preocupaciones que sabía no llegarían a nada, sacó un libro pequeño de tapa amarilla que le había interesado hace un par de días cuando lo encontró en la biblioteca de la casa su padre entre incontables libros de ajedrez. Obvio algunas cartas iniciales que incluía la edición y comenzó a leer el primer cuento titulado "No".

Con tan solo unas pocas líneas leídas lo interrumpieron tres mujeres que supuso habían terminado sus tareas y se dirigían a su casa. Cruzaron delante de él, casi tocándolo pero ignorándolo por completo: dos hablaban y la tercera cantaba, bajito para ella sola. Pensó que la tercera estaba disfrutando como nadie la dicha de haber terminado un día de trabajo. En ese momento se percató de que ya no era el único esperando en aquella parada; habían llegado dos hombres más y una mujer que retaba a sus dos chicos pequeños. Se asombró de haber estado solo tanto tiempo allí; por lo general siempre había en la parada ocho o nueve personas esperando cuando él llegaba. Sin embargo, se sintió vagamente contento de tener cinco compañeros en la desgracia de esperar este colectivo que definitivamente tenía que estar atascado en algún accidente de transito en algún tramo de la autopista.

Siguió leyendo. Interrumpía su lectura cada tanto para levantar la mirada y confirmar siempre que el micro blanco y con rayas verdes de la línea 159 no bajaba por Alem hacía su parada. Cuando ya estaba cerca de terminar el cuento que no le resultó para nada destacable notó que sus cinco compañeros ya no estaban en la parada. Primero se sorprendió pero luego pensó que quizás habrían caminado hacia otra parada hartos de esperar allí. Recordó un cuento infantil que le había leído a uno de sus sobrinos sobre un colectivo amarillo que se volvía invisible al llegar a sus paradas. Miró su reloj, ya eran las 8:40. Imaginó que quizás ese era el caso de este desaparecido 159 y no tardó en reirse de su rídicula ocurrencia. Esta espera me esta haciendo delirar, pensó y pasó a reconfortarse con la idea de volver !por fin! a su hogar, a su cama y a las benditas trompetas de jazz que tan bien le hacen. Afortunadamente no estuvo mucho tiempo más en aquella parada.

Ahora, ya en su cama, relajado, luego de una modesta pero agradable sopa y de un par de discos de jazz, intenta conciliar sueño. Primero se queja del calor y decide prender el ventilador de pie. Luego gira y se mueve casi histéricamente en busca de una posición que lo ayude a quedarse dormido: de costado hacia la derecha en dirección a su equipo de música, luego hacia la izquierda mirando la pared, con la mano derecha entre las piernas y la mano izquierda debajo de la almohada, al revés, boca arriba con ambas manos debajo de su cabeza, con ambas manos a sus costados, boca arriba. Esta cansado de esta espera diaria que ya sabe no hay nada que remedie; todos las noches debe esperar por lo menos un par de horas en la cama antes de quedarse dormido invariablemente del día que haya tenido, de los discos de jazz que haya escuchado, de las pastillas o los tes que haya ingerido o de lo que haya cenado. Como todas las noches, luego de un tiempo, decide que todos esos movimientos, todos esos posicionamientos y reposicionamientos, esos caprichos con el calor o el frió no hacen más que distraerlo y alejarlo de su sueño y que lo que debe hacer es elegir una sola posición y permanecer así hasta dormirse. Terca y bruscamente gira hacía la derecha, coloca su mano derecha debajo de su almohada y mira hacía Alem por donde el micro blanco y con rayas verdes sigue sin aparecer. Piensa que lo mejor sería llamarla a su novia Amanda y pedirle que lo aloje por esta noche en su departamento sobre la avenida Pueyrredon.

sábado, 16 de febrero de 2008

la decisión

“Ojalà (...) ya no tenga que volver a la Tierra

La repetición – Fabian Casas

Lo decidió aquella noche mientras, como de costumbre, tomaba un vaso de whisky (sí, eso hacia todas las noches) antes de acostarse en la cama. Mañana terminaría todo. Estaba decidido: terminarían las risas de quienes no lo tomaban en serio cuando hablaba de la muerte, terminarían los días de silencio y de soledad, se acabarían las vueltas absurdas por su departamento, se acabaría la patética compañía de su gato y sobre todo, se acabaría él.

Invirtió las horas de insomnio que, a pesar del whisky, lo atormentaban a diario en pensar como lograría su propósito. Se dijo a si mismo que no quería una muerte romántica y heroica como había soñado de joven. Los años y la decepción lo habían alejado de sus sueños de juventud al punto de odiar todo lo que alguna vez se le había pasado por la cabeza: odiaba las revoluciones, odiaba los poemas, las canciones estúpidas, las ideas utópicas, la fascinación por lo extraño, el desorden, el teatro y todas esas ideas de adolescentes (no encontré mucho más aquí). Tampoco, se dijo, debería ser una muerte solitaria que dejara en evidencia lo aburrido y patético de sus últimos años de vida. Entre esos dos extremos se debatió a lo largo de la noche tratando encontrar una solución que concordará precisamente con sus deseos finales.

Pensó primero en una muerte sangrienta y aterradora y recordó como en los últimos años de su vida había regalado mueble por mueble, libro por libro, centavo por centavo todas sus posiciones para “estar listo para morir”. Recordó las risas de sus hijos ante aquello y aquel “viejo tranquilo si te quedan muchos años” que se negaba a creer honesto. Pensó entonces que algún paralelismo: quizás, herirse la mano dedo por dedo en alguna gran reunión familiar para luego suicidarse públicamente era tal vez la forma adecuada de callarlos. Pronto descartó la idea que se acercaba enormemente a aquella exageración absurda, estúpida y puramente adolescente que tanto detestaba.

Discutió (y uso este verbo porque me aleja de cierta tristeza para los años de soledad quizás no tan próximos en tiempo pero definitivamente inminentes) consigo mismo utilizar las pastillas para dormir y dejar que éstas lo lleven a la muerte en aquel preciso momento. Pensó en salir a comprarlas y en consumirlas inmediatamente para que todo termine pronto aunque consideró que era, quizás, una muerte demasiada solitaria y demostraba una soledad demasiado evidente.

Ideo varias muertes diferentes pero no podía decidirse: cruzaría la vía del tren para que este lo atropellará, saltaría de la ventana de su séptimo piso, se dejaría ahogar por el agua caliente en la bañera. (Sus reflexiones se interrumpieron brevemente por el recuerdo repentino de un cuento que recordaba haber escrito de joven. Había olvidado su contenido pero podía verse con claridad escribiéndolo en su habitación. Pronto recordó que estaba inspirado en una declaración de Cortazar sobre como hacía terapia con sus cuentos. !Que idiotez!, se dijo) Pensó luego que la decisión era ridícula y que debería haber alguna manera de que el azar decidiera como quitarle la vida pero no encontró forma aparente de lograrlo y menos de asegurarse que esto sucediera el día próximo. Debería, se dijo, haber alguna forma de decir “me rindo” y de dejar que alguna fuerza superior acabe con todo sin que la decisión de cómo hacerlo necesitase ser tomada. Recordó que algún escritor norteamericano había dicho algo al respecto pero decidió que no valía la pena hacer esfuerzos por recordar nada relacionado a aquella estúpida perturbación de la juventud que era la literatura

Se imaginó imitando alguna muerte de algún cuento policial pero sospechó que la copia sería demasiado evidente y debelaría una antigua afición por la literatura que deseaba esconder.

Finalmente, como todas las noches, se quedó dormido.

La sección fúnebre del único diario de la zona mencionará el apellido Pappier recién quince años después. Sus familiares lloraron su muerte pero entendieron que era algo natural de un hombre ya muy mayor al que claro está más temprano que tarde le tenía que tocar.